Clónicos de Dios
Muchos muchos siglos antes que nadie hablara de clónicos ni tristes criaturas de
laboratorio, apenas había amanecido el cosmos y tras el primer surgir de la Tierra
separada del mar, una vez que Dios pintara de mil colores ríos, campos, montañas,
frutas y pájaros, el creador se contempló a sí mismo y falto de espejo contigente,
exclamó: “Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza”. Y a su imagen, aunque de
barro y viento, débil y sublime, capaz de reflejarle u olvidarle lo creó. Desde
entonces todos somos mellizos, clónicos de un Dios. Y por eso los niños, cercanos
aún a la fuente original de donde brotaron, no han perdido, sobre todo mientras
duermen, ese sabor a infinito, esa placidez eterna en la que reposa en su
interminable domingo el mismo Dios.