El tren



Si hubiera que elegir un vehículo  romántico y evocador, me quedaría con el tren. Sobre todo el tren aquel de vapor que respiraba sus adioses fatigosamente en cada estación y que “llegaba siempre con retraso”, porque, como decía Noel Clarasó, “no se atreve a interrumpir las despedidas”. El tren que nos hace dueños del paisaje sólo un momento, e ir de paso, como la vida misma. El tren botijo, como aquel de El Rincón a Málaga, que esperaba que mi tío Pepe se acabara de afeitar; y el tren de juguete que alegraba nuestra infancia y nuestro cuarto de estar. O el del  Oeste, tan aventurero como el cine. Con la irrupción del Ave y la alta velocidad este tren herrumbroso de Río Tinto (Huelva) es, si cabe, más entrañable; parece una pieza de museo y nos recuerda nuestra auténtica índole de viajeros. Ahora son más rigurosos sus destinos y horarios. Pero del nuestro no sabemos cuando y en qué estación se irá a parar. ¿No sería mejor vivir asomado a la ventana y, pañuelo en mano, sin afincarnos en nada, disfrutar  del viaje?