La soledad del poeta
Al poeta lo han sentado en la calle, junto al velador de un bar. De bronce, ya no siente; no se estremece ante la fugacidad de la rosa, ni canta a los ojos de la amada, ni sufre por dar a la imprenta sus nostálgicos versos o ganarse la vida mediante el mal pagado quehacer de la pluma. Sus conciudadanos le han hecho una estatua para recordarle. Pero ¿quién se detiene del vértigo cotidiano para leer sus poemas y escapar con su palabra abierta a los espacios infinitos? ¿Quién compra hoy libros de poesía? Los turistas se sientan junto a su mesa, en la que él puntualmente sorbía una taza café y leía el periódico con su gabán raído y sus ojos soñadores perdidos en una calle hoy repleta de automóviles y frenesí. Incluso se hacen fotos a su lado para mostrarlas luego en Londres o Copenhague. Pero él sigue estando solo, como estuvo en vida quizás incomprendido o tenido por loco por tantos que hoy como ayer consideran inútil soñar y cantar este misterioso fluir de la vida.