La vieja y las flores



Ella vende color, alegría,  juventud y vida. Vende flores perecederas. Desde su ancianidad rugosa ofrece en un ramillete toda la explosión de la primavera, como si en su mano se hubiera detenido de repente el tiempo de las risas y los brincos, los sueños y sobresaltos de su adolescencia allá en la plaza del pueblo, cuando el viento jugaba con sus cabellos y los ojos de los mozos la perseguían golosos como a un fruto turgente. El primer piropo, el rubor de un requiebro, la emoción de un beso en la oscuridad. Flores que fueron frutos de hijos y sudores de trabajo para criarlos y esperas al marido al regreso de la siega, y lágrimas tragadas tras su pérdida. ¿Dónde están ahora esas flores huidas? ¿Quién le devolverá aquella lozanía, aquel amor, aquel vivir de estreno? En la apariencia se diría que no le queda nada, que todo se lo ha arrebatado el implacable paso del tiempo. Pero, cuando cierra sus ojos, sabe que las flores de su alma permanecen intactas, frescas como el primer día. Sabe que se ha vuelto más transparente y que su amor entreve el otro lado de este fluir de la belleza. Que el verdadero jardín no muere porque palpita dentro.